1er premio castellano del VIII Concurso de relatos del Ayuntamiento de Leioa.
'Cuando yo era joven', 15 de junio de 2009.
Seis baldosas y una puerta
Después de tanto tiempo, no había regresado desde que nos trasladamos de ciudad en mi infancia, miro las seis baldosas y la puerta de la casa vieja de mis padres al trasluz de la higuera y recuerdo una tarde de verano en que mi padre las cruzaba, después de haber realizado su trabajo y alguna otra chapuza en el barrio como albañil, o descargando camiones en un almacén, con un cesto repleto de fruta que iba a desechar el frutero en aquel tiempo en el que cuando el sueldo no llegaba a fin de mes no era precisamente porque se estaba pagando el crédito que se había pedido para ir de vacaciones, aunque, eso sí, eran tiempos mejores que aquellos de la guerra en los que si era necesario comían un gato o una rata de agua, eso es todo lo que me dijo mi padre sobre aquella triste experiencia, y además creo que fue calculado su silencio excepto aquel día en que pronunció con expresión solemne las palabras de que “lo único que deseo para vosotros en este mundo es que nunca presenciéis o participéis en una guerra”, así que los restos de fruta que nos dejaba el frutero de la esquina, ésta no, ésta sí, “quienes han pasado hambre no tiran nada”, contribuían a nuestra subsistencia directa o indirectamente, ésta para el cerdo, pues cuando aquel animal fuese sacrificado también la familia podría acceder al jamón, a las morcillas o a los chorizos.
Y es que cuando atravesaba aquella puerta el señor Seve ya se sabía que iba a haber matanza, lo que significaba casi una fiesta, y a él se le pagaba en especie porque era el único del barrio que sabía sangrar, abrir en dos, ¡cómo chillaba el pobre cerdo!, y seguir siendo fieles a aquella costumbre por la que los cristianos viejos hacían manifestación pública de la matanza intentando afirmar que no eran moros o judíos, que consumían carne de cerdo, y hacían alarde de ello para que no existiese ninguna sospecha y se les dejase en paz, sin tener muy en cuenta que después volverían los descendientes de quienes fueron expulsados hace siglos y pondrían sus propias carnicerías especializadas en las que no hay carne de cerdo pero su colectivo aporta mano de obra barata mientras se dedica a los trabajos que nadie quiere en el barrio y aún así no admitimos que estas baldosas y esa puerta son las mismas, con la única diferencia de que las baldosas, tan maltratadas por el uso, han recibido un barniz que intenta disimular, como entre las personas, las cicatrices del tiempo, pero siguen recordándome los pasos del señor Seve cuando sangraba el cerdo porque aquellos gritos del chanchito me asustaban y no entendía por qué la familia se ponía tan nerviosa y para qué servía aquella máquina que picaba la carne, con tantos afanes por meterla en las venas transparentes del animal, pues servían para elaborar un tipo de morcillas y chorizos que hoy en día ya no se hacen.
Mi madre atravesaba aquella puerta y limpiaba todos sus recovecos con la misma delicadeza con la que se agachaba y frotaba las baldosas ¡Siempre se queda algo! ¿Por qué no tenéis más cuidado cuando venís de fuera? ¿Es que no os dais cuenta de que lo dejáis todo sucio?, y ella seguía pensando que le quedaba plancha pendiente y debía tenerla lista para el día siguiente porque era domingo e iríamos todos a misa y después comeríamos pollo, lo cual no era muy habitual, y ella se pondría la falda blanca que tenía guardada y arreglada con esmero en el armario desde el día de la boda, lo mismo que la blusa y muchas otras ropas que ella misma cosía: jerséis, patucos, calcetines, gorros de lana, vestidos para algunas vecinas, macramé, puntilla, manteles… y otras actividades caseras que aliviaban sus preocupaciones y el presupuesto familiar, pues siempre estaba pendiente de todo, pero nunca ha negado que se le iluminaban los ojos cuando los domingos nos veía a mí, a mis hermanos, y a mi padre, tan limpios y peripuestos, pero esto no significaba que siempre le agradaba cómo vestíamos los días de labor y todo ello implicaba una vida de entrega tal que todos los segundos no eran suficientes para que se encontrase a nuestra disposición, de día y de noche, pendiente de nuestros suspiros, de nuestros lloros, de nuestras caídas, como aquella vez en la que estábamos jugando a construir una casa en lo alto de un árbol y subíamos botellas, incluso las botellas que estaban rotas, y una de ellas tuvo la ocurrencia de caer sobre mi cabeza y me hizo un corte en la frente, así que cuando la llamaron y me acompañó al médico, que no estaba precisamente al lado de la esquina, envejeció dos años en el trayecto, pues mientras me sujetaba la frente con un pañuelo me apretaba contra ella y yo sentía que algo se le iba escapando por el cuerpo, pero después todo se solucionó con unos puntos y entonces ella volvió a recuperar los dos años que había perdido, así que cuando llegamos a casa no castigó a mis hermanos aunque ya nos había dicho que no subiésemos tantas cosas a aquel árbol y se le oscurecía un poco el blanco y suave rostro, como cuando se preguntaba si debería limpiar tan a menudo aquellas baldosas y por qué no podía ir más veces al cine a ver a Gary Cooper cuando aparecía en la pantalla tan guapo, con aquella mirada directa y varonil, la frente clara y tan despejada que bajaba hasta los pómulos perfectamente dibujados por dos leves arrugas sobre la comisura de los labios que se oscurecían a causa de la casaca roja de policía montado del Canadá, o por qué cada uno de los segundos de su vida goteaban sobre cualquier lugar de la casa y la familia, y a veces la hacían feliz, y otras la hacían daño como una estalactita sobre la correspondiente estalagmita, gota a gota, segundo a segundo, dejando pocos espacios para su propia vida, siempre rodeada por la nuestra, lo cual la llenaba de satisfacción, pero ella sabía muy bien, me lo dijo antes de morirse, que el horizonte era azul y llegaba más allá del entorno familiar.
Aunque en ese entorno también se encontraba Aurora, su amiga, más joven que ella, que la acompañaba a coser a máquina en casa, porque ella no tenía, y cada una hacía sus tareas mientras mantenían largas conversaciones que aliviaban algunas de las tristezas de la monotonía casera, porque Aurora era de su pueblo y además de cruzar aquella puerta y pisar las baldosas por amistad, por hacer sus propios trabajitos, que también le proporcionaban algún sustento, podía encontrarse con Serafín, el sobrino del señor Seve, que se asociaba con mi padre en las tareas extras, y además le decía que joé, que qué guapa era Aurora, y por eso terminaban la jornada en casa, atravesando aquella puerta y aquellas baldosas, a la hora que fuese, por si había oportunidad de verla, y ella, sabiendo que él llegaría un poco tarde con mi padre, le ayudaba a mi madre a acostarnos, y nos lavaba y nos metía en la cama, para que pudiesen sentarse un rato los cuatro a charlar un rato, y como ya se hacía tarde Serafín no tenía más remedio que acompañar a Aurora hasta su casa, y ella tan encantada con aquellas esperas que todavía me recuerda hoy Serafín cuando me encuentra con sus hija y sus nietos, del brazo de Aurora, en aquellos tiempos en los que la puerta de la casa estaba recién pintada y las baldosas se mantienen, ya lo veo, como entonces, porque el tiempo pasa cuando quiere y donde quiere y actúa sobre las personas en los lugares y en los momentos que le apetece para que mi padre pueda seguir diciendo como hace unos años, antes de que muriese, a Serafín y a Aurora los casé yo. Sabemos que no se encuentra muy alejado en sus afirmaciones, pero aquellas baldosas también fueron testigos de un casamiento entre uno de mis hermanos y María, la hermana de Tere, que vivían en la casa contigua y compartíamos patio, tiempo de ocio, juegos, escuela, sacar agua del pozo, correr detrás de las gallinas, tumbarnos en el suelo al anochecer, y así un día organizamos una boda en la que uno de mis hermanos se casó con María y yo hice de cura aunque después se nos olvidó casi inmediatamente que estaban casados, como le sucede hoy a mucha gente que lo hace con bastante más edad, pero aquel recuerdo se ha quedado allí, imborrable, sobre las baldosas, como si hubiese sido más importante que otras huellas de nuestros juegos a misterios, al hinque, a piratas, al escondite, a chapas, a contar chistes. A veces vas seleccionando en la memoria lo que te queda de los recuerdos y después lo barnizas o lo pintas, como la puerta y las baldosas, para que quede ahí, grabado, junto a la higuera, sin saber si es mejor que desaparezca todo o que se conserve tal y como está durante mucho tiempo, sin una pausa para entender por qué alguien puede colocar allí un cartel que diga se vende, y entonces todo se pone en cuestión, pues el misterio de la vida no sabe utilizar ese lenguaje, se vende, que es una forma de que al final podamos apreciar aquello que no tiene precio, y al ver el cartel encima de la puerta -¿Por qué no me he dado cuenta hasta ahora?- todos los tesoros escondidos en el imaginario de la infancia se encienden y se acercan a los seres queridos, vivos o muertos, que nos han hecho crecer como personas e iluminan nuestros rostros sin que nada se pierda en la distancia, así que, aunque llegue alguien y ponga el cartel fatídico, uno se encuentra decidido a huir, o acercarse hacia las luces y las sombras de la nostalgia, y hacer como que no se entera de que más de una baldosa y más de una puerta nos van llevando inexorablemente hacia ese otro umbral del que no queremos hablar, pero es el más real que existe.
No sé si lo veo ya todo borroso porque necesito corregir las lentes o porque me inundan las lágrimas, pero ha resultado difícil congelar este sueño en el espejo de la vida porque me han tocado el hombro y al levantar la mirada he recordado que mientras me ensimismaba con estos recuerdos mi otra familia, la que se ha forjado en el tiempo actual, también me ilumina los ojos, como le pasaba a mi madre, y me recuerdan la paciencia de mi padre cuando nos hacía espadas de madera para que jugásemos, porque veo los mismos ojos reflejados en el mismo suelo y en la misma puerta y no sé ya muy bien si son los de mi mujer, mi hijo y mis hijas, que me acaban de tocar el hombro, es tarde, aita, nos tenemos que ir, o el de mi padre, mi madre y mis hermanos, que se funden en el mismo gesto.
Quizá sea eso la ternura.
Y es que cuando atravesaba aquella puerta el señor Seve ya se sabía que iba a haber matanza, lo que significaba casi una fiesta, y a él se le pagaba en especie porque era el único del barrio que sabía sangrar, abrir en dos, ¡cómo chillaba el pobre cerdo!, y seguir siendo fieles a aquella costumbre por la que los cristianos viejos hacían manifestación pública de la matanza intentando afirmar que no eran moros o judíos, que consumían carne de cerdo, y hacían alarde de ello para que no existiese ninguna sospecha y se les dejase en paz, sin tener muy en cuenta que después volverían los descendientes de quienes fueron expulsados hace siglos y pondrían sus propias carnicerías especializadas en las que no hay carne de cerdo pero su colectivo aporta mano de obra barata mientras se dedica a los trabajos que nadie quiere en el barrio y aún así no admitimos que estas baldosas y esa puerta son las mismas, con la única diferencia de que las baldosas, tan maltratadas por el uso, han recibido un barniz que intenta disimular, como entre las personas, las cicatrices del tiempo, pero siguen recordándome los pasos del señor Seve cuando sangraba el cerdo porque aquellos gritos del chanchito me asustaban y no entendía por qué la familia se ponía tan nerviosa y para qué servía aquella máquina que picaba la carne, con tantos afanes por meterla en las venas transparentes del animal, pues servían para elaborar un tipo de morcillas y chorizos que hoy en día ya no se hacen.
Mi madre atravesaba aquella puerta y limpiaba todos sus recovecos con la misma delicadeza con la que se agachaba y frotaba las baldosas ¡Siempre se queda algo! ¿Por qué no tenéis más cuidado cuando venís de fuera? ¿Es que no os dais cuenta de que lo dejáis todo sucio?, y ella seguía pensando que le quedaba plancha pendiente y debía tenerla lista para el día siguiente porque era domingo e iríamos todos a misa y después comeríamos pollo, lo cual no era muy habitual, y ella se pondría la falda blanca que tenía guardada y arreglada con esmero en el armario desde el día de la boda, lo mismo que la blusa y muchas otras ropas que ella misma cosía: jerséis, patucos, calcetines, gorros de lana, vestidos para algunas vecinas, macramé, puntilla, manteles… y otras actividades caseras que aliviaban sus preocupaciones y el presupuesto familiar, pues siempre estaba pendiente de todo, pero nunca ha negado que se le iluminaban los ojos cuando los domingos nos veía a mí, a mis hermanos, y a mi padre, tan limpios y peripuestos, pero esto no significaba que siempre le agradaba cómo vestíamos los días de labor y todo ello implicaba una vida de entrega tal que todos los segundos no eran suficientes para que se encontrase a nuestra disposición, de día y de noche, pendiente de nuestros suspiros, de nuestros lloros, de nuestras caídas, como aquella vez en la que estábamos jugando a construir una casa en lo alto de un árbol y subíamos botellas, incluso las botellas que estaban rotas, y una de ellas tuvo la ocurrencia de caer sobre mi cabeza y me hizo un corte en la frente, así que cuando la llamaron y me acompañó al médico, que no estaba precisamente al lado de la esquina, envejeció dos años en el trayecto, pues mientras me sujetaba la frente con un pañuelo me apretaba contra ella y yo sentía que algo se le iba escapando por el cuerpo, pero después todo se solucionó con unos puntos y entonces ella volvió a recuperar los dos años que había perdido, así que cuando llegamos a casa no castigó a mis hermanos aunque ya nos había dicho que no subiésemos tantas cosas a aquel árbol y se le oscurecía un poco el blanco y suave rostro, como cuando se preguntaba si debería limpiar tan a menudo aquellas baldosas y por qué no podía ir más veces al cine a ver a Gary Cooper cuando aparecía en la pantalla tan guapo, con aquella mirada directa y varonil, la frente clara y tan despejada que bajaba hasta los pómulos perfectamente dibujados por dos leves arrugas sobre la comisura de los labios que se oscurecían a causa de la casaca roja de policía montado del Canadá, o por qué cada uno de los segundos de su vida goteaban sobre cualquier lugar de la casa y la familia, y a veces la hacían feliz, y otras la hacían daño como una estalactita sobre la correspondiente estalagmita, gota a gota, segundo a segundo, dejando pocos espacios para su propia vida, siempre rodeada por la nuestra, lo cual la llenaba de satisfacción, pero ella sabía muy bien, me lo dijo antes de morirse, que el horizonte era azul y llegaba más allá del entorno familiar.
Aunque en ese entorno también se encontraba Aurora, su amiga, más joven que ella, que la acompañaba a coser a máquina en casa, porque ella no tenía, y cada una hacía sus tareas mientras mantenían largas conversaciones que aliviaban algunas de las tristezas de la monotonía casera, porque Aurora era de su pueblo y además de cruzar aquella puerta y pisar las baldosas por amistad, por hacer sus propios trabajitos, que también le proporcionaban algún sustento, podía encontrarse con Serafín, el sobrino del señor Seve, que se asociaba con mi padre en las tareas extras, y además le decía que joé, que qué guapa era Aurora, y por eso terminaban la jornada en casa, atravesando aquella puerta y aquellas baldosas, a la hora que fuese, por si había oportunidad de verla, y ella, sabiendo que él llegaría un poco tarde con mi padre, le ayudaba a mi madre a acostarnos, y nos lavaba y nos metía en la cama, para que pudiesen sentarse un rato los cuatro a charlar un rato, y como ya se hacía tarde Serafín no tenía más remedio que acompañar a Aurora hasta su casa, y ella tan encantada con aquellas esperas que todavía me recuerda hoy Serafín cuando me encuentra con sus hija y sus nietos, del brazo de Aurora, en aquellos tiempos en los que la puerta de la casa estaba recién pintada y las baldosas se mantienen, ya lo veo, como entonces, porque el tiempo pasa cuando quiere y donde quiere y actúa sobre las personas en los lugares y en los momentos que le apetece para que mi padre pueda seguir diciendo como hace unos años, antes de que muriese, a Serafín y a Aurora los casé yo. Sabemos que no se encuentra muy alejado en sus afirmaciones, pero aquellas baldosas también fueron testigos de un casamiento entre uno de mis hermanos y María, la hermana de Tere, que vivían en la casa contigua y compartíamos patio, tiempo de ocio, juegos, escuela, sacar agua del pozo, correr detrás de las gallinas, tumbarnos en el suelo al anochecer, y así un día organizamos una boda en la que uno de mis hermanos se casó con María y yo hice de cura aunque después se nos olvidó casi inmediatamente que estaban casados, como le sucede hoy a mucha gente que lo hace con bastante más edad, pero aquel recuerdo se ha quedado allí, imborrable, sobre las baldosas, como si hubiese sido más importante que otras huellas de nuestros juegos a misterios, al hinque, a piratas, al escondite, a chapas, a contar chistes. A veces vas seleccionando en la memoria lo que te queda de los recuerdos y después lo barnizas o lo pintas, como la puerta y las baldosas, para que quede ahí, grabado, junto a la higuera, sin saber si es mejor que desaparezca todo o que se conserve tal y como está durante mucho tiempo, sin una pausa para entender por qué alguien puede colocar allí un cartel que diga se vende, y entonces todo se pone en cuestión, pues el misterio de la vida no sabe utilizar ese lenguaje, se vende, que es una forma de que al final podamos apreciar aquello que no tiene precio, y al ver el cartel encima de la puerta -¿Por qué no me he dado cuenta hasta ahora?- todos los tesoros escondidos en el imaginario de la infancia se encienden y se acercan a los seres queridos, vivos o muertos, que nos han hecho crecer como personas e iluminan nuestros rostros sin que nada se pierda en la distancia, así que, aunque llegue alguien y ponga el cartel fatídico, uno se encuentra decidido a huir, o acercarse hacia las luces y las sombras de la nostalgia, y hacer como que no se entera de que más de una baldosa y más de una puerta nos van llevando inexorablemente hacia ese otro umbral del que no queremos hablar, pero es el más real que existe.
No sé si lo veo ya todo borroso porque necesito corregir las lentes o porque me inundan las lágrimas, pero ha resultado difícil congelar este sueño en el espejo de la vida porque me han tocado el hombro y al levantar la mirada he recordado que mientras me ensimismaba con estos recuerdos mi otra familia, la que se ha forjado en el tiempo actual, también me ilumina los ojos, como le pasaba a mi madre, y me recuerdan la paciencia de mi padre cuando nos hacía espadas de madera para que jugásemos, porque veo los mismos ojos reflejados en el mismo suelo y en la misma puerta y no sé ya muy bien si son los de mi mujer, mi hijo y mis hijas, que me acaban de tocar el hombro, es tarde, aita, nos tenemos que ir, o el de mi padre, mi madre y mis hermanos, que se funden en el mismo gesto.
Quizá sea eso la ternura.