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La muralla
TEXTO ÍNTEGRO
Por fin he entrado en la ciudad. He encontrado el laberinto secreto que me permitía acceder a la muralla externa, esa desafiante altura de acero alineada en paralelo con la muralla interna. Me ha inquietado el poso que uno deja al recorrer con sus huellas los muros, cargados de preguntas. Sí. No lo creerás. Te prometo que hablo con sinceridad. Después de lanzar una mirada espaciosa por entre los coches colocados, uno sobre otro, en estanterías gigantescas, he dejado la llave de mi coche al vigilante nº 2.513 y me ha dado un ticket personalizado. Por la extensísima fila de automóviles alineados se asomaban los volantes de los coches, aupados hasta la altura de los parabrisas, con la mirada temerosa de quien se dirige hacia un último encuentro que no ha deseado. Quizá el movimiento de las frías sombras. Quizá el aliento descorazonador del tiempo helado... No lo sé. Quizá mañana lo descubra. Pero con mis llaves se ha ido algo de mi máscara y he seguido caminando como si una parte de mis cargas cotidianas hubiera quedado aupada a aquel impersonal laberinto de cristales y carrocerías de plásticos y metales pintarrajeados. Las pupilas de los focos apagados me tentaban con sus brillos. Pero ya lo he decidido. Voy a continuar la tarea iniciada. Sus fauces no me asustan. Bilbao es una puerta al mar, y me intriga cómo puede cerrar sus murallas sin renunciar a lo más propio que tiene, ¡con su corona de titanio!, ¡con sus macetas de cristal en los puentes!, ¡con la vorágine de gargantas que disimulan su tristeza en la celosía del orgullo! Es una ciudad inquietante, lo juro, pero su atracción es irrefrenable. El ojo negro de la ría se vuelve gris bajo los puentes y sonríe ante mi indecisión, ante mi escasa confianza en recuperar las constantes vitales de mi antigua vida cotidiana.
Sé que han cambiado las cosas. Sí. El coche ha quedado entre las murallas. La bestia ecológica lo quiere devorar. Ya te lo digo yo. Es seguro. Pues últimamente avanza por los parques, por los edificios, por las intersecciones de las calles para que un nuevo concepto de la estética despierte entre los tornasoles de los edificios y avance hasta el corazón de la ciudad. No hay derecho. La actitud afectada de los edificios muestra una confraternización con la gente, que deambula feliz por las aceras, de arriba abajo, de izquierda a derecha, sin ruidos, sin contaminación, sin temer a la brisa del atardecer ni al azar ruidoso de la noche desgarrada.
No hay últimos abrazos. Siempre son penúltimos. Queda la esperanza del próximo encuentro y eso, no hay duda, aporta serenidad a las miradas. Y es posible avanzar con el corazón en la mano, abriendo calas al mar de la vida, mientras la ciudadanía expresa su satisfacción desde los balcones y desde las terrazas de las aceras. ¿Cuál es el secreto? ¿Dónde está el enigma? Tengo que descubrirlo. Vuelvo mis ojos hacia las murallas y recorro un rumor de sonidos sordos que se apagan por las siluetas donde han quedado congelados los automóviles, el individualismo y dos o tres estrellas fugaces que se dirigían al mar y se han convertido en granos de sal.
Ya no hay luceros en los anuncios comerciales. Desde los bares y desde las tiendas, la gente se abraza. Ya no existen palabras con aristas, y el índice de insatisfacción se extingue, después de que los últimos lamentos se zambulleron en aquella nube de esperanza.
Sin embargo, no me fiaba. Parecía una paz virtual. Alguien había alterado mi percepción de la realidad y arrastraba las sonrisas en equívocas jaulas de oro que impedían delimitar las imágenes reales y la percepción ecuánime de las ansias de vida que surgían como borbotones de vida por las calles. Aún así, me entró la nostalgia y añoré las llaves de mi coche. ¿Las habría entregado definitivamente? ¿Podría volver a usarlo?
Sólo me faltaba cruzar una calle para llegar a casa y comencé a temblar de una forma inusual. ¿Seguiría vivo el pez? Tengo que reconocer que aquel artilugio que depositaba la comida en dosis pequeñas era perfecto, pero yo no había previsto la posibilidad de que un apagón eléctrico inutilizara el dispositivo y matara sin piedad a mi pez favorito.
Efectivamente, salía humo por la ventana. Y el recuerdo del pez se despedía, una y otra vez, en las volutas que habían creado los bomberos con sus hachas, después de que alguien les había llamado para que retirasen del ambiente el olor de Curi, mi pez muerto. Era lo único que me quedaba.
Entonces huí como una rata cobarde mientras las calles se estrechaban y sus lindos labios se pintarrajeaban de emulsiones transparentes por donde amanecían nuevas miradas llenas de cristal que consiguieron serenarme y llevar las proporciones de las avenidas a su justa medida.
Pero todo no podía terminar allí, Dios mío. ¿Dónde estaba el último abrazo? ¿Se lo había llevado Curi? ¿Lo habían secuestrado los bomberos? Me constaba que la ciudad los regalaba. Me habían llegado informaciones de que en las inmobiliarias, con las escrituras de los pisos, se regalaba un abrazo sincero, sin trampa ni especulación. Y eso me animó, sinceramente. ¿Podría volver a empezar, sin Curi, de nuevo?
Llamé a Jony. Procedía de otra ciudad y quizá fuese capaz de comprenderme. Así que me escuchó, por teléfono, con suma atención. Y me explicó que la gente ya no vivía en sus casas, que la calle se había enamorado de la espuma del mar y la muerte de mi pez, sin despedirse, sin decirme una última palabra se encontraba fuera de toda previsión, pero dentro de los límites del dolor soportable. Así que no debería preocuparme.
Una ola de tristeza me derribó al suelo. Pero la gente me levantó enseguida y me llevaron al sanatorio de las desdichas donde una doctora azul peinaba los bucles de oro de la felicidad y los taxis de la cordura devolvían la mercancía renovada a las calles vivas. Eran los únicos automóviles que se permitían.
Entonces comprendí mi gran suerte. Entendí el mensaje. Y en su dorado recuerdo se almacenan hoy, todavía, dulces sentimientos. ¿Era preciso derramar sangre? ¡Qué va! No hacía falta. El corazón de la ciudad latía con ritmo acompasado. Y los relojes rezaban con las manos juntas y los ojos abiertos de par en par para que la luna trenzase, cada noche, el collar de margaritas que regalaba el sol.
Sin coches en la ciudad. Sin sangre derramada inútilmente. Sin Curi... Reencontré el abrazo. Los dedos, los ojos, las lágrimas, la piel acompasada de las distancia. El mar del sur en los tejados. ¡Oh, qué gran confusión!
Cuando perdemos o estamos a punto de saborear con el propio paladar las cosas que importan nuestra vida cambia. Y en aquel instante comencé a recorrer el camino de las desdichas mientras la senda de la felicidad se truncaba en cada esquina. En los pasos de peatones veía a Curi, en el suelo, tumbado sobre la pintura blanca. Vi sus ojos colorados y saltones que me miraban como quien sabe que va a morir o se ha paseado por el malecón de la muerte. Y no pude soportar la escena.
Mi segunda recaída fue más brutal. Nadie me recogió del suelo. Y cuantas personas pasaban, con sus maletines y sus pañuelos blancos enredados en la corbata, me clavaban su mirada en plena espalda. A cada puñalada visual se incrustaban en mi desilusión cristales de desesperanza que se estrellaban contra la alegría inicial de aquella aglomeración de personas dispuestas a inmolar una vida.
¡Por qué fue tan diferente la actitud de la muchedumbre si en mi primera caída fue tan acogedora? Es que el perdón es muy limitado –me dijo Jony, años después-. Lo adoramos de palabra y lo colocamos en el pedestal de nuestras intenciones, pero en cuanto abre el corazón descubrimos el doble lenguaje de nuestras intenciones y queda a la intemperie, sin ponerse en práctica, olvidándose de las buenas intenciones y de los tiempos paradisíacos, dejando las decisiones últimas a la competencia del azar, que no deja almacenar méritos.
Entonces descubrí que la ausencia de coches en la ciudad era una parodia colectiva. Los automóviles vivían secretamente en los corazones, se habían apoderado de su voluntad, y esperaban que llegase el momento exacto en que estallaba el fin de semana para demoler la muralla y lanzarlos por las carreteras hacia los cuatro vientos, hacia el límite del tiempo que resta entre la capacidad de ir, calcular la distancia que se necesita para escapar, y volver al lugar de la salida pensando haber anegado las raíces del desasosiego.
Aunque no lo creas, estuve dos años en aquella calle, a dos manzanas de mi vivienda, derribado por los dardos de la indiferencia, espiando la dureza de aquellas miradas que antes de la primera caída abrazaban, y después de la segunda caída golpeaban con sus lanzas de frialdad sobre la nunca del desencuentro.
Entonces comprendí el nacimiento de la ira. Los ojos de Curi aún me miraban desde el suelo. Dos años contemplando su desesperación, mientras pulía un corazón de sílex para alimentar la venganza.
Ahora bien. ¿Contra quién se dirigía mi brutal animadversión? Aquella pregunta me dejó horrorizado. Porque, excepto Jony y Curi, la ciudadanía se había convertido, para mi estrecha mente, en una materia impersonal que bullía por la ciudad. Y mi estela había truncado, de la noche a la mañana, las relaciones amistosas entre la luz y la oscuridad.
Entonces me puse a llorar. Y se derritieron las lanzas de cristal. Quizá por eso la mirada de Curi se hizo azul y se llenó de vida. Lo cual me permitió regresar a casa con él, y sin un rasguño, que era lo que más le llamaba la atención a Jony cuando se reunió con nosotros.
La verdad es que la situación no tenía visos de aclararse hasta que ella llamó a la puerta. Traía un beso en cada libro, dos luceros en los ojos, en las manos un abrazo. Sus palabras estaban inundadas de paz. Y cada vez que daba un paso se oía la orilla del mar.
La recibimos en silencio porque teníamos miedo de que el murmullo de nuestros pensamientos contaminase, con nuestras burdas respiraciones, el horizonte de su playa. Sabíamos que el fondo de nuestras aguas era poco merecedor de su zambullida. Pero deseábamos que su varita mágica removiese nuestras conciencias y una llamarada blanca surgiese de nuestro corazón, para que, como un volcán, lo más puro de nuestras entrañas se desbordase por la ciudad y volviese la vida a palpitar de nuevo.
Pero no nos atrevimos. Consentimos en escuchar sus palabras, las dejábamos caer sobre nuestros tercos corazones y resbalaban sobre su costra como las gotas de sangre de las guerras resbalan por las pantallas de televisión . El temblor del primer día se convirtió, al cabo del tiempo, en rutina y, al realizar la quinta visita, antes de que pudiese experimentar la desilusión de saberse olvidada nos abordó en el umbral de la puerta, como una amazona de la luz en medio de las tinieblas.
Nos dijo que el dedo de la muerte se reía, cada vez más, de nuestras insignificantes preocupaciones. Afirmó que ese afán nuestro por aventar sospechas no era más que una sinuosa trampa que tendíamos a nuestra propia integridad. Y que era hora de que despertásemos porque nos habíamos quedado en la cuneta de la desilusión durante demasiado tiempo.
No esperábamos que ella, Eva, la mujer primordial, denunciase nuestros pasos por el mausoleo de la vida. Dijo que nuestros suspiros sonaban en el mar de igual forma que la ciega indiferencia de aquella ciudadanía que había perdido el horizonte. Es más, que nos estábamos convirtiendo en el buque insignia de aquel frente subterráneo demoledor de esperanzas.
Y sin mediar palabra, se marchó. Sus huellas profundas denotaban que se refugiaba, de nuevo, en los cuarteles de invierno, a la espera de mejores tiempos, con el firme propósito de volver a encontrar a alguien que tuviese conciencia de lo que significaba emerger lúcidamente del pétalo de la sonrisa, del corazón de la ternura, del espejo de las manos tendidas.
Entonces cogí a Curi en brazos y me fui a buscarla. No sé si se trata ya de una búsqueda o una huída. Jony dice que no puedo estar toda la vida filtrando rayos de luz entre los dedos, dejándolos caer en los estanques, en las cascadas, en las murallas externas de la ciudad.
Y es que ya no sé si estoy dentro o fuera. Si mi coche quedó adormecido en los extrarradios, entre las dos murallas, interna y externa, o yo soy el coche, que no encuentra equilibrio entre el grito necesario de mi afirmación personal y las ambiguas palabras que se filtran por todas las esquinas de la ciudad.
Está atardeciendo. Curi se ha convertido en piedra. Mi corazón busca la luz mientras deambula por la ciudad para traspasar las murallas. Sobre los dientes de las montañas que rodean mis sueños Eva camina en la distancia. Se notan sus destellos. Pero no veo su cuerpo. Las veredas de los alrededores se convierten en susurros que bañan de dulzura los jardines inalcanzables de la ciudad.
Así recorro la constelación de mis deseos. Así indago sobre las causas del pavor, de la soledad y de la muerte. Esta mirada, como el cuerpo de Curi, se ha petrificado. Sí. Pero mi corazón sigue latiendo sobre las huellas de cada minuto, de cada segundo sagrado de la vida.
Por fin he entrado en la ciudad. He encontrado el laberinto secreto que me permitía acceder a la muralla externa, esa desafiante altura de acero alineada en paralelo con la muralla interna. Me ha inquietado el poso que uno deja al recorrer con sus huellas los muros, cargados de preguntas. Sí. No lo creerás. Te prometo que hablo con sinceridad. Después de lanzar una mirada espaciosa por entre los coches colocados, uno sobre otro, en estanterías gigantescas, he dejado la llave de mi coche al vigilante nº 2.513 y me ha dado un ticket personalizado. Por la extensísima fila de automóviles alineados se asomaban los volantes de los coches, aupados hasta la altura de los parabrisas, con la mirada temerosa de quien se dirige hacia un último encuentro que no ha deseado. Quizá el movimiento de las frías sombras. Quizá el aliento descorazonador del tiempo helado... No lo sé. Quizá mañana lo descubra. Pero con mis llaves se ha ido algo de mi máscara y he seguido caminando como si una parte de mis cargas cotidianas hubiera quedado aupada a aquel impersonal laberinto de cristales y carrocerías de plásticos y metales pintarrajeados. Las pupilas de los focos apagados me tentaban con sus brillos. Pero ya lo he decidido. Voy a continuar la tarea iniciada. Sus fauces no me asustan. Bilbao es una puerta al mar, y me intriga cómo puede cerrar sus murallas sin renunciar a lo más propio que tiene, ¡con su corona de titanio!, ¡con sus macetas de cristal en los puentes!, ¡con la vorágine de gargantas que disimulan su tristeza en la celosía del orgullo! Es una ciudad inquietante, lo juro, pero su atracción es irrefrenable. El ojo negro de la ría se vuelve gris bajo los puentes y sonríe ante mi indecisión, ante mi escasa confianza en recuperar las constantes vitales de mi antigua vida cotidiana.
Sé que han cambiado las cosas. Sí. El coche ha quedado entre las murallas. La bestia ecológica lo quiere devorar. Ya te lo digo yo. Es seguro. Pues últimamente avanza por los parques, por los edificios, por las intersecciones de las calles para que un nuevo concepto de la estética despierte entre los tornasoles de los edificios y avance hasta el corazón de la ciudad. No hay derecho. La actitud afectada de los edificios muestra una confraternización con la gente, que deambula feliz por las aceras, de arriba abajo, de izquierda a derecha, sin ruidos, sin contaminación, sin temer a la brisa del atardecer ni al azar ruidoso de la noche desgarrada.
No hay últimos abrazos. Siempre son penúltimos. Queda la esperanza del próximo encuentro y eso, no hay duda, aporta serenidad a las miradas. Y es posible avanzar con el corazón en la mano, abriendo calas al mar de la vida, mientras la ciudadanía expresa su satisfacción desde los balcones y desde las terrazas de las aceras. ¿Cuál es el secreto? ¿Dónde está el enigma? Tengo que descubrirlo. Vuelvo mis ojos hacia las murallas y recorro un rumor de sonidos sordos que se apagan por las siluetas donde han quedado congelados los automóviles, el individualismo y dos o tres estrellas fugaces que se dirigían al mar y se han convertido en granos de sal.
Ya no hay luceros en los anuncios comerciales. Desde los bares y desde las tiendas, la gente se abraza. Ya no existen palabras con aristas, y el índice de insatisfacción se extingue, después de que los últimos lamentos se zambulleron en aquella nube de esperanza.
Sin embargo, no me fiaba. Parecía una paz virtual. Alguien había alterado mi percepción de la realidad y arrastraba las sonrisas en equívocas jaulas de oro que impedían delimitar las imágenes reales y la percepción ecuánime de las ansias de vida que surgían como borbotones de vida por las calles. Aún así, me entró la nostalgia y añoré las llaves de mi coche. ¿Las habría entregado definitivamente? ¿Podría volver a usarlo?
Sólo me faltaba cruzar una calle para llegar a casa y comencé a temblar de una forma inusual. ¿Seguiría vivo el pez? Tengo que reconocer que aquel artilugio que depositaba la comida en dosis pequeñas era perfecto, pero yo no había previsto la posibilidad de que un apagón eléctrico inutilizara el dispositivo y matara sin piedad a mi pez favorito.
Efectivamente, salía humo por la ventana. Y el recuerdo del pez se despedía, una y otra vez, en las volutas que habían creado los bomberos con sus hachas, después de que alguien les había llamado para que retirasen del ambiente el olor de Curi, mi pez muerto. Era lo único que me quedaba.
Entonces huí como una rata cobarde mientras las calles se estrechaban y sus lindos labios se pintarrajeaban de emulsiones transparentes por donde amanecían nuevas miradas llenas de cristal que consiguieron serenarme y llevar las proporciones de las avenidas a su justa medida.
Pero todo no podía terminar allí, Dios mío. ¿Dónde estaba el último abrazo? ¿Se lo había llevado Curi? ¿Lo habían secuestrado los bomberos? Me constaba que la ciudad los regalaba. Me habían llegado informaciones de que en las inmobiliarias, con las escrituras de los pisos, se regalaba un abrazo sincero, sin trampa ni especulación. Y eso me animó, sinceramente. ¿Podría volver a empezar, sin Curi, de nuevo?
Llamé a Jony. Procedía de otra ciudad y quizá fuese capaz de comprenderme. Así que me escuchó, por teléfono, con suma atención. Y me explicó que la gente ya no vivía en sus casas, que la calle se había enamorado de la espuma del mar y la muerte de mi pez, sin despedirse, sin decirme una última palabra se encontraba fuera de toda previsión, pero dentro de los límites del dolor soportable. Así que no debería preocuparme.
Una ola de tristeza me derribó al suelo. Pero la gente me levantó enseguida y me llevaron al sanatorio de las desdichas donde una doctora azul peinaba los bucles de oro de la felicidad y los taxis de la cordura devolvían la mercancía renovada a las calles vivas. Eran los únicos automóviles que se permitían.
Entonces comprendí mi gran suerte. Entendí el mensaje. Y en su dorado recuerdo se almacenan hoy, todavía, dulces sentimientos. ¿Era preciso derramar sangre? ¡Qué va! No hacía falta. El corazón de la ciudad latía con ritmo acompasado. Y los relojes rezaban con las manos juntas y los ojos abiertos de par en par para que la luna trenzase, cada noche, el collar de margaritas que regalaba el sol.
Sin coches en la ciudad. Sin sangre derramada inútilmente. Sin Curi... Reencontré el abrazo. Los dedos, los ojos, las lágrimas, la piel acompasada de las distancia. El mar del sur en los tejados. ¡Oh, qué gran confusión!
Cuando perdemos o estamos a punto de saborear con el propio paladar las cosas que importan nuestra vida cambia. Y en aquel instante comencé a recorrer el camino de las desdichas mientras la senda de la felicidad se truncaba en cada esquina. En los pasos de peatones veía a Curi, en el suelo, tumbado sobre la pintura blanca. Vi sus ojos colorados y saltones que me miraban como quien sabe que va a morir o se ha paseado por el malecón de la muerte. Y no pude soportar la escena.
Mi segunda recaída fue más brutal. Nadie me recogió del suelo. Y cuantas personas pasaban, con sus maletines y sus pañuelos blancos enredados en la corbata, me clavaban su mirada en plena espalda. A cada puñalada visual se incrustaban en mi desilusión cristales de desesperanza que se estrellaban contra la alegría inicial de aquella aglomeración de personas dispuestas a inmolar una vida.
¡Por qué fue tan diferente la actitud de la muchedumbre si en mi primera caída fue tan acogedora? Es que el perdón es muy limitado –me dijo Jony, años después-. Lo adoramos de palabra y lo colocamos en el pedestal de nuestras intenciones, pero en cuanto abre el corazón descubrimos el doble lenguaje de nuestras intenciones y queda a la intemperie, sin ponerse en práctica, olvidándose de las buenas intenciones y de los tiempos paradisíacos, dejando las decisiones últimas a la competencia del azar, que no deja almacenar méritos.
Entonces descubrí que la ausencia de coches en la ciudad era una parodia colectiva. Los automóviles vivían secretamente en los corazones, se habían apoderado de su voluntad, y esperaban que llegase el momento exacto en que estallaba el fin de semana para demoler la muralla y lanzarlos por las carreteras hacia los cuatro vientos, hacia el límite del tiempo que resta entre la capacidad de ir, calcular la distancia que se necesita para escapar, y volver al lugar de la salida pensando haber anegado las raíces del desasosiego.
Aunque no lo creas, estuve dos años en aquella calle, a dos manzanas de mi vivienda, derribado por los dardos de la indiferencia, espiando la dureza de aquellas miradas que antes de la primera caída abrazaban, y después de la segunda caída golpeaban con sus lanzas de frialdad sobre la nunca del desencuentro.
Entonces comprendí el nacimiento de la ira. Los ojos de Curi aún me miraban desde el suelo. Dos años contemplando su desesperación, mientras pulía un corazón de sílex para alimentar la venganza.
Ahora bien. ¿Contra quién se dirigía mi brutal animadversión? Aquella pregunta me dejó horrorizado. Porque, excepto Jony y Curi, la ciudadanía se había convertido, para mi estrecha mente, en una materia impersonal que bullía por la ciudad. Y mi estela había truncado, de la noche a la mañana, las relaciones amistosas entre la luz y la oscuridad.
Entonces me puse a llorar. Y se derritieron las lanzas de cristal. Quizá por eso la mirada de Curi se hizo azul y se llenó de vida. Lo cual me permitió regresar a casa con él, y sin un rasguño, que era lo que más le llamaba la atención a Jony cuando se reunió con nosotros.
La verdad es que la situación no tenía visos de aclararse hasta que ella llamó a la puerta. Traía un beso en cada libro, dos luceros en los ojos, en las manos un abrazo. Sus palabras estaban inundadas de paz. Y cada vez que daba un paso se oía la orilla del mar.
La recibimos en silencio porque teníamos miedo de que el murmullo de nuestros pensamientos contaminase, con nuestras burdas respiraciones, el horizonte de su playa. Sabíamos que el fondo de nuestras aguas era poco merecedor de su zambullida. Pero deseábamos que su varita mágica removiese nuestras conciencias y una llamarada blanca surgiese de nuestro corazón, para que, como un volcán, lo más puro de nuestras entrañas se desbordase por la ciudad y volviese la vida a palpitar de nuevo.
Pero no nos atrevimos. Consentimos en escuchar sus palabras, las dejábamos caer sobre nuestros tercos corazones y resbalaban sobre su costra como las gotas de sangre de las guerras resbalan por las pantallas de televisión . El temblor del primer día se convirtió, al cabo del tiempo, en rutina y, al realizar la quinta visita, antes de que pudiese experimentar la desilusión de saberse olvidada nos abordó en el umbral de la puerta, como una amazona de la luz en medio de las tinieblas.
Nos dijo que el dedo de la muerte se reía, cada vez más, de nuestras insignificantes preocupaciones. Afirmó que ese afán nuestro por aventar sospechas no era más que una sinuosa trampa que tendíamos a nuestra propia integridad. Y que era hora de que despertásemos porque nos habíamos quedado en la cuneta de la desilusión durante demasiado tiempo.
No esperábamos que ella, Eva, la mujer primordial, denunciase nuestros pasos por el mausoleo de la vida. Dijo que nuestros suspiros sonaban en el mar de igual forma que la ciega indiferencia de aquella ciudadanía que había perdido el horizonte. Es más, que nos estábamos convirtiendo en el buque insignia de aquel frente subterráneo demoledor de esperanzas.
Y sin mediar palabra, se marchó. Sus huellas profundas denotaban que se refugiaba, de nuevo, en los cuarteles de invierno, a la espera de mejores tiempos, con el firme propósito de volver a encontrar a alguien que tuviese conciencia de lo que significaba emerger lúcidamente del pétalo de la sonrisa, del corazón de la ternura, del espejo de las manos tendidas.
Entonces cogí a Curi en brazos y me fui a buscarla. No sé si se trata ya de una búsqueda o una huída. Jony dice que no puedo estar toda la vida filtrando rayos de luz entre los dedos, dejándolos caer en los estanques, en las cascadas, en las murallas externas de la ciudad.
Y es que ya no sé si estoy dentro o fuera. Si mi coche quedó adormecido en los extrarradios, entre las dos murallas, interna y externa, o yo soy el coche, que no encuentra equilibrio entre el grito necesario de mi afirmación personal y las ambiguas palabras que se filtran por todas las esquinas de la ciudad.
Está atardeciendo. Curi se ha convertido en piedra. Mi corazón busca la luz mientras deambula por la ciudad para traspasar las murallas. Sobre los dientes de las montañas que rodean mis sueños Eva camina en la distancia. Se notan sus destellos. Pero no veo su cuerpo. Las veredas de los alrededores se convierten en susurros que bañan de dulzura los jardines inalcanzables de la ciudad.
Así recorro la constelación de mis deseos. Así indago sobre las causas del pavor, de la soledad y de la muerte. Esta mirada, como el cuerpo de Curi, se ha petrificado. Sí. Pero mi corazón sigue latiendo sobre las huellas de cada minuto, de cada segundo sagrado de la vida.